Felipito Tacatún era muy distraído.
Distraído, boquiabierto y desmemoriado.
Qué le vamos a hacer, cada cual tiene sus
defectos, ¿no?
Una vez la mamá lo mandó a regar las
plantas.
Felipito, naturalmente, se olvidó de
llenar la regadera.
Y ni siquiera se dio cuenta de que igual
salía agua y que las flores bebían muy contentas.
Al rato fue la mamá al jardín y vio que
las plantas estaban medio loquitas.
Las flores se reían y bailaban el vals,
mientras las hojas aplaudían y los yuyos dormían la siesta.
- ¿Con
qué has regado estas plantas, Felipito?
- Con
la regadera, mamá.
- Pero
esa regadera no tenía agua, sino vino- dijo la señora de Tacatún - porque estas
plantas están todas borrachitas.
Efectivamente, estaban borrachitas.
Felipito trajo la regadera para que su
mamá la inspeccionara y ¡OH sorpresa! esta vez la regadera no estaba llena de
vino, sino de leche.
La mamá se apresuró a preparar una enorme
mamadera para el hermano de Felipito.
Cuando terminó dijo:
- Felipito,
alcánzame otra regadera de leche.
Y cuando su hijo se la alcanzó, resulta
que estaba llana de jugo de naranja con azuquítar.
Naturalmente, Felipito se lo tomó todo sin
respirar.
Y así siguieron las cosas.
No había duda de que la regadera era
mágica, misteriosa y chiripitiflaútica.
Un día se llenaba de leche, otro día se
llenaba de tinta china, otro día se llenaba de caldo de gallina, y los domingos
se llenaba de cerveza.
Así, porque sí.
Pero jamás, réquete jamás volvió a
llenarse de agua.
Qué lindo, ¿no?
Pero, ¿y las plantas?, preguntarán
ustedes.
Hubo que regarlas, en adelante, con la
manguera. Y de esta manera se acaba el cuento de la regadera.
De
María Elena Walsh.
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